Dedicado a mi papá.
El
alfarero prepara el barro como un demiurgo. Mezcla el agua y la arcilla, florece en barro. Amasa la mixtura. Blanquea
la mente. Se concentra en lo incierto, en el misterio creativo. Muta el cosmos
entre sus manos. Lo habita.
Argamasa
de paciencia, medida y esencia. Une el barro todo y gesta las pellas como
pequeños planetas. Prodigio del corazón del artesano.
La pella es
lisa, suave a caricias. Es un huevo, una promesa. Es toda la potencialidad del
universo, es una muestra de humanidad.
Con
un golpe seco y preciso, el alfarero planta la amalgama en el centro del plato.
Se fija ahí, le crecen raíces. Y empieza la danza: el torno gira como el eje de
una galaxia. Gira chúcaro, gira, gira, gira.
El
alfarero sumerge su mano en agua y salpica la pella sedienta. Sepulta la mano en el centro, buscando el
corazón. Lo enciende. Lo seduce y el barro cede.
Una
mano ahueca, la otra sostiene el portento. Una libera, la otra contiene. Una
agranda, la otra acaricia.
Más
agua, gotas que germinan en la arcilla. Crece la magia, descubre la forma del
útero. Y el agujero es recipiente, es la posibilidad recién nacida. El alfarero
se hace también esa vasija.
El
hombre lentifica el plato, lo detiene, cesa la danza. Un segundo quieto como un
suspiro. El hombre habita la historia. Corta la unión del barro al plato, es un
recién parido. Nace el ánfora, nace el alfahar.
Toma
entre sus manos recién anidadas el cántaro y lo coloca en un lugar umbrío. Allí
comenzarán los dos a endurecerse y criar la vida. Luego, los besos del fuego le
darán una nueva vida.